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Son doce mil hectáreas a cielo abierto en donde el cielo confluye con la tierra. El tercer salar más grande de Latinoamérica es una de las áreas más blancas que puedan encontrarse en la Argentina. A simple vista inhóspito, el salar resulta majestuoso por su belleza simple e infinita. Los efectos que puede producir la naturaleza ante la mirada del extraño son impredecibles.
Situada a unos 190 kilómetros de la capital provincial, las Salinas Grandes captan la atención de los visitantes de todas las edades y despiertan gran creatividad al tener cámara en mano. Una inmensa depresión totalmente despoblada que se vuelve aún más atractiva si unas horas antes llovió. Donde sólo residen los artesanos que trabajan la sal y ofrecen objetos delicadamente tallados con picos y hachas, quienes además explicarán los secretos de la extracción y los procesos para su posterior industrialización, son los mismos obreros que permanecen en el lugar y reciben al visitante con toda amabilidad.
El origen de las Salinas Grandes, escasamente más pequeñas a las de Uyuni en Bolivia y las de Arizaro en Salta, se remonta a entre 5 y 10 millones de años, cuando la cuenca se cubrió por completo de aguas provenientes de un volcán. La paulatina evaporación de este líquido y sus componentes, es lo que dio posterior forma a este salar que posee una costra salina cuyo espesor promedio es de 30 centímetros y resiste el peso de vehículos hasta camiones medios.
A simple vista, todo parecerá lo mismo. Pero cada área fue seccionada en arbitrarios hexágonos que se extienden a la vera de la Ruta Nacional 52 por la que se accede y oficia como única alteración. El silencio es prácticamente total y cada paso al avanzar sonará crocante a los oídos. Llegar a Salinas Grandes puede que sea el broche de oro del día, pero detenerse a observar el serpenteo de la cuesta desde alguno de los miradores es, a nuestro modo de ver, también obligatorio. Como si un gigante de ciencia ficción hubiera dibujado a mano alzada las laderas de las montañas aquel viejo camino de mulas que iba de la Puna a la Quebrada (y que se encuentra hoy asfaltado) es el principal medio de acceso al paso de Jama, que cruza a Chile. Vecina de la deslumbrante Quebrada de Humahuaca. En donde el el azul celeste del cielo se confunde con el blanco luminoso de las Salinas. Los colores de los cerros se pierden en la lejanía. Solo unos pocos animales, algunas llamas, un par de burros, se dejan ver al costado del camino. Como de repente, en el horizonte asoma, enceguecedor, un desierto blanco. Sobre el piso salitroso, hexágonos perfectos se dibujan como cuadros. Las piletas celeste turquesa resultan oasis impensados.
10.000 años atrás el sitio fue un lago de agua dulce, pantanoso y de gran vegetación. Hoy, es un espejo de sal de más de doce mil hectáreas en el que un curioso Restaurante de Sal espera a los viajeros junto a los artesanos del salitre.
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